Día 10 - Inicio - Día 12
Amanecimos sin mucha prisa, pero como siempre temprano, y tras desayunar en la residencia, nos fuimos con el coche a la búsqueda del outlet para sacar a pasear los dólares. Como ciudad grande de los U.S.A. indudablemente había surtido y buenos precios, pero la verdad, prácticamente nada en comparación con el outlet de Las Vegas, e ídem con el Macy's que visitaríamos y asaltaríamos en San Francisco nuestro último día.
Ya por la tarde, cogimos el trolley y nos fuimos a Tijuana. El tranvía, del que hace uso un importante número de mejicanos, llega hasta la misma frontera, teniendo que cubrirse los doscientos metros en que se desarrolla el paso entre los dos países andando. Éste el método más efectivo para cruzar la frontera, pues intentar hacerlo con el coche es algo casi demencial, atendiendo al elevado número de vehículos que transitan.
A la hora de entrar en Méjico el control es prácticamente nulo. Sí, hay agentes, y sí, a alguno paran, pero por lo demás, todos para dentro a paso ligero y sin inspección de pasaporte alguna.
Ni que decir tiene que el contraste entre países es brutal. Es pasar de la opulencia a un país pobre, siendo Tijuana una ciudad hacinada contra un muro y que vive del comercio gracias mayormente a los dólares de su vecino, comentario éste del que se desprende que no es necesario cambiar divisa.
Tal cual cruzas la frontera ya estás en Tijuana. Los comercios y tenderetes se aglutinan, y apenas se avanzan unos metros, puede divisarse al oeste el gran arco hacia el que habrá que dirigirse para llegar a la conocida avenida de la Revolución, vía en la que se suceden los bazares, con los restaurantes, bares y locales de striptease.
Los precios son realmente baratos. Por un dólar puede uno tomarse una cerveza en un bar, pero hay que andarse con ojo, pues los mejicanos allí afincados viven de los cuartos que le saquen al turista, motivo por el que son pesados, y en no pocas ocasiones, la verdad sea dicha, incluso maleducados.
Una de las cosas típicas del lugar es pintar a los burros como cebras, con la finalidad de que el turista se haga una foto de recuerdo. No sé, no le vimos la más mínima gracia al asunto y pasamos de ello olímpicamente.
Como anécdotas para contar, citar la del garito de striptease donde nos invitaron a entrar gratuitamente y con un precio de sólo 2 $ por cabeza, sin compromiso de nada más. Cometimos el gran error de acceder. El sitio era cutre, cutre. Las gachis acordes con el sitio, y por supuesto, ni un alma en el interior. Una vez dentro, indudablemente no cesaron de ofrecernos todo el repertorio de la carta. Traducción, cerveza casi de trago y a otro perro con ese collar.
Otra anécdota a tener en cuenta fue la del camarero que nos sirvió la cena, quien fue muy atento en todo momento, motivo por el cual íbamos a darle una generosa propina, si bien, ésta se desvaneció como la espuma tan pronto como vimos que los tequilas reposados que nos instó a beber valían tanto como la cena, es decir casi a 10 $ por barba por cena, y casi otros 10 $ por chupito.
Por lo demás, en el lugar tampoco respiramos una especial inseguridad, si bien, en previsión y fruto del miedo que nos habían infundido pasamos la frontera con poco dinero, lo cual nos pesó porque una vez metidos en harina es buen seguro que nos habríamos acabado corriendo una buena juerga, y por timoratos, tuvimos que volvernos para casa más pronto de lo que hubiésemos querido y con las manos en los bolsillos. En fin, Tijuana, un sitio al que ir un día de fiesta y poco más, pero hay que ir.
Al entrar de nuevo en los Estados Unidos nos revisaron sucintamente el pasaporte. De ahí fuimos a coger nuevamente el tranvía de vuelta a casa y a la cama. Mañana tendríamos nuestra cita con la ciudad de Los Ángeles.
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Amanecimos sin mucha prisa, pero como siempre temprano, y tras desayunar en la residencia, nos fuimos con el coche a la búsqueda del outlet para sacar a pasear los dólares. Como ciudad grande de los U.S.A. indudablemente había surtido y buenos precios, pero la verdad, prácticamente nada en comparación con el outlet de Las Vegas, e ídem con el Macy's que visitaríamos y asaltaríamos en San Francisco nuestro último día.
Ya por la tarde, cogimos el trolley y nos fuimos a Tijuana. El tranvía, del que hace uso un importante número de mejicanos, llega hasta la misma frontera, teniendo que cubrirse los doscientos metros en que se desarrolla el paso entre los dos países andando. Éste el método más efectivo para cruzar la frontera, pues intentar hacerlo con el coche es algo casi demencial, atendiendo al elevado número de vehículos que transitan.
A la hora de entrar en Méjico el control es prácticamente nulo. Sí, hay agentes, y sí, a alguno paran, pero por lo demás, todos para dentro a paso ligero y sin inspección de pasaporte alguna.
Ni que decir tiene que el contraste entre países es brutal. Es pasar de la opulencia a un país pobre, siendo Tijuana una ciudad hacinada contra un muro y que vive del comercio gracias mayormente a los dólares de su vecino, comentario éste del que se desprende que no es necesario cambiar divisa.
Tal cual cruzas la frontera ya estás en Tijuana. Los comercios y tenderetes se aglutinan, y apenas se avanzan unos metros, puede divisarse al oeste el gran arco hacia el que habrá que dirigirse para llegar a la conocida avenida de la Revolución, vía en la que se suceden los bazares, con los restaurantes, bares y locales de striptease.
Los precios son realmente baratos. Por un dólar puede uno tomarse una cerveza en un bar, pero hay que andarse con ojo, pues los mejicanos allí afincados viven de los cuartos que le saquen al turista, motivo por el que son pesados, y en no pocas ocasiones, la verdad sea dicha, incluso maleducados.
Una de las cosas típicas del lugar es pintar a los burros como cebras, con la finalidad de que el turista se haga una foto de recuerdo. No sé, no le vimos la más mínima gracia al asunto y pasamos de ello olímpicamente.
Como anécdotas para contar, citar la del garito de striptease donde nos invitaron a entrar gratuitamente y con un precio de sólo 2 $ por cabeza, sin compromiso de nada más. Cometimos el gran error de acceder. El sitio era cutre, cutre. Las gachis acordes con el sitio, y por supuesto, ni un alma en el interior. Una vez dentro, indudablemente no cesaron de ofrecernos todo el repertorio de la carta. Traducción, cerveza casi de trago y a otro perro con ese collar.
Otra anécdota a tener en cuenta fue la del camarero que nos sirvió la cena, quien fue muy atento en todo momento, motivo por el cual íbamos a darle una generosa propina, si bien, ésta se desvaneció como la espuma tan pronto como vimos que los tequilas reposados que nos instó a beber valían tanto como la cena, es decir casi a 10 $ por barba por cena, y casi otros 10 $ por chupito.
Por lo demás, en el lugar tampoco respiramos una especial inseguridad, si bien, en previsión y fruto del miedo que nos habían infundido pasamos la frontera con poco dinero, lo cual nos pesó porque una vez metidos en harina es buen seguro que nos habríamos acabado corriendo una buena juerga, y por timoratos, tuvimos que volvernos para casa más pronto de lo que hubiésemos querido y con las manos en los bolsillos. En fin, Tijuana, un sitio al que ir un día de fiesta y poco más, pero hay que ir.
Al entrar de nuevo en los Estados Unidos nos revisaron sucintamente el pasaporte. De ahí fuimos a coger nuevamente el tranvía de vuelta a casa y a la cama. Mañana tendríamos nuestra cita con la ciudad de Los Ángeles.
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